María se levantó temprano como de costumbre, preparó el almuerzo y llamó a sus hijas gemelas, Laura y Sofía. Las niñas, de ocho años, llegaron corriendo a la cocina con sus uniformes escolares. María sonrió al verlas tan felices y llenas de energía. Les dio sus mochilas y salieron a la calle apresuradas.
Caminaban tarareando una canción infantil y cogidas de la mano. La mañana era fresca y soleada, y María disfrutaba de esos momentos con sus hijas. De repente, el teléfono sonó desde su bolso. Era una llamada del trabajo. Respondió rápidamente, y su interlocutor le pidió que acudiera de inmediato a la oficina. Había ocurrido algo grave. María, preocupada, decidió que las niñas continuaran solas. Conocían bien el camino al colegio.
Les besó en la frente y les dijo que fueran con cuidado. Las observó mientras se alejaban, tarareando y cogidas de la mano. Solo dio veinte pasos cuando un fuerte golpe seguido de un frenazo la hizo voltear la cabeza con una expresión de horror. Los cuerpos de las dos pequeñas yacían inertes bajo un camión. Todavía estaban cogidas de la mano.
El mundo de María se desmoronó. El dolor y la culpa la consumieron, sumiéndola en una profunda depresión. Los días se volvieron interminables y cada rincón de su hogar le recordaba a sus hijas. Cada mañana, esperaba oír sus risas y sus pasos corriendo por el pasillo, pero solo encontraba un silencio insoportable.
Pasaron meses, y María luchaba por encontrar una razón para seguir adelante. Fue entonces cuando descubrió que estaba embarazada nuevamente. La noticia fue un rayo de esperanza en su oscura existencia. Sin embargo, al conocer que llevaba en su vientre a dos niñas gemelas, una mezcla de temor y desconcierto se apoderó de ella.
Cuando María dio a luz, el asombroso parecido de las nuevas gemelas, Ana y Clara, con sus hijas fallecidas, sorprendió a todos los vecinos. A medida que las pequeñas crecían, la madre se volvía cada vez más protectora. Le aterrorizaba la idea de perderlas también.
María vigilaba cada uno de sus movimientos, temiendo que el destino pudiera repetir la tragedia. Les enseñó a ser extremadamente cuidadosas y siempre las acompañaba al colegio, sin dejar que se alejaran de su vista.
Un día, mientras iban al colegio, Ana y Clara se adelantaron corriendo un poco más de lo habitual. Al llegar al borde de la acera, una férrea mano las detuvo con brusquedad. Era su madre, con el rostro descompuesto por el miedo.
Entre sollozos desconsolados, María les rogó que no cruzaran nunca sin su permiso. Las niñas, con una calma inquietante, la miraron y dijeron: “No pensábamos en hacerlo. Ya nos atropellaron una vez, mamá. No volverá a ocurrir”.
María se quedó helada. Las palabras de sus hijas resonaron en su mente, reviviendo el dolor del pasado. Las abrazó con fuerza, sin saber si llorar de alivio o de terror.
Desde aquel día, María se volvió aún más vigilante. A menudo, mientras caminaban juntas, sentía una presencia extraña, como si alguien más las estuviera acompañando.
Con el tiempo, se corrió la leyenda de que en el tramo donde ocurrió el accidente, las radios de los coches sufrían interferencias. Algunos viajeros aseguraban escuchar una misteriosa melodía: el tarareo de unas niñas. Aquellos que escuchaban decían sentir una mezcla de tristeza y paz, como si los espíritus de las gemelas fallecidas velaran por todos los que cruzaban por allí.