Un hombre pasó el día explorando un bosque denso y oscuro, uno en el que nunca había estado antes. A medida que el sol se ponía, su sentido de orientación se desvanecía, y se encontraba adentrándose cada vez más en la espesura. Las sombras se alargaban y el aire se volvía frío y pesado, amplificando la sensación de desamparo.
Horas más tarde, con la noche envolviéndolo por completo, tropezó con una cabaña solitaria entre los árboles. La estructura parecía antigua, con la madera podrida y cubierta de musgo, como si hubiera estado esperando su llegada durante años. Sin opciones y sintiéndose agotado, se dirigió a la cabaña con la esperanza de encontrar refugio. Golpeó la puerta, pero no hubo respuesta. La puerta, sin embargo, estaba abierta, chirriando al ceder paso a su empujón.
Dentro, el espacio era minimalista: una cama vieja y crujiente en una esquina, una mesa desvencijada y, lo más inquietante, numerosas pinturas en las paredes. Cada cuadro mostraba rostros deformados, desfigurados por el dolor y la agonía, con ojos rojos brillantes que parecían seguirlo en cada movimiento. Sintiéndose incómodo y vigilado, trató de ignorar las imágenes perturbadoras, se tumbó en la cama y cerró los ojos.
El sueño llegó de forma intermitente, con pesadillas fragmentadas que le hacían despertar sobresaltado. Los rostros en las pinturas parecían cobrar vida en sus sueños, susurrando secretos oscuros y emitiendo risas burlonas. Pero el cansancio finalmente lo venció y se sumergió en un sueño profundo.
Al amanecer, despertó sintiendo una frialdad abrumadora. Se frotó los ojos y miró a su alrededor. Su corazón se detuvo por un instante cuando notó que las pinturas habían desaparecido. En su lugar, había ventanas, y a través de ellas, decenas de rostros deformados con ojos rojos brillantes lo observaban desde el exterior.
La cabaña, que había parecido un refugio, se reveló como una trampa. Los ojos rojos seguían fijos en él, sin parpadear, sus bocas retorcidas en sonrisas siniestras. Los rostros no eran pinturas; eran las almas atrapadas de aquellos que habían entrado en la cabaña antes que él, condenados a observar eternamente a los siguientes incautos.
Sintió un escalofrío recorrer su columna mientras comprendía la realidad de su situación. Quiso moverse, pero sus piernas no respondían. Era como si la cabaña misma hubiera cobrado vida, aferrándolo a su lugar. El susurro de los rostros aumentó en intensidad, llenando la habitación con una cacofonía de tormento y desesperación.
Sabía que debía escapar, pero algo en los ojos rojos lo hipnotizaba, tirando de su cordura. La cabaña se había convertido en su prisión, y mientras los primeros rayos de sol iluminaban el bosque, comprendió con horror que él también se convertiría en uno de esos rostros, observando con ojos rojos brillantes a los futuros viajeros perdidos que buscaran refugio en la cabaña maldita.