Era una tarde nublada de finales de octubre cuando Tomás y su familia llegaron al Parque de las Risas, un parque temático de payasos que había abierto recientemente en las afueras de la ciudad. Desde el auto, Tomás observaba con una mezcla de emoción y temor los enormes anuncios que mostraban a coloridos payasos sonriendo, con caras pintadas de colores brillantes y ropas llenas de lentejuelas. Sin embargo, algo en sus ojos, en esas sonrisas congeladas, no parecía del todo correcto.
Tomás era un niño de doce años con una imaginación vívida. Amaba los parques de diversiones, pero tenía una particular aversión a los payasos. Había algo en esas sonrisas exageradas, en esas narices rojas y en esos ojos que parecían verlo todo, que le ponía la piel de gallina. A pesar de sus temores, su hermana menor, Clara, había insistido tanto en ir al Parque de las Risas que no pudo negarse.
El parque estaba lleno de luces parpadeantes y sonidos chirriantes que resonaban en cada rincón. A la entrada, un gigantesco payaso inflable daba la bienvenida a los visitantes, su boca abierta en una risa permanente que revelaba dientes amarillos y torcidos. Tomás sintió un escalofrío recorrer su columna, pero se obligó a mantener la calma. Era solo un parque, se repetía. Todo era por diversión.
Tras entrar, la familia se dividió; los padres se dirigieron a la zona de comidas, y Clara arrastró a Tomás hacia la casa de los espejos, una atracción que prometía ser divertida y sorprendente. La fachada de la casa era una carpa de circo, con colores brillantes y una entrada en forma de boca de payaso. Tomás dudó por un instante, pero la risa entusiasta de su hermana lo empujó a seguirla.
Adentro, los espejos deformaban sus reflejos en figuras grotescas, y la risa de Clara resonaba por todo el lugar. Tomás intentó relajarse, convencido de que todo era parte del espectáculo. Sin embargo, al doblar una esquina, se dio cuenta de que Clara ya no estaba a su lado.
—¿Clara? —llamó, su voz rebotando en las paredes de espejos.
No hubo respuesta. La risa de su hermana se había desvanecido, y ahora todo estaba inquietantemente silencioso. Tomás caminó por los pasillos, pero cada paso lo llevaba a un nuevo callejón sin salida. Los reflejos en los espejos lo seguían, pero algo en ellos no estaba bien. Los reflejos de Tomás se movían con un leve desfase, como si estuvieran un segundo detrás de sus propios movimientos.
Empezó a correr, desesperado por encontrar la salida o a su hermana. Los espejos ahora parecían distorsionarse aún más, sus formas se alargaban y encogían en formas imposibles, como si el vidrio estuviera fundiéndose. Finalmente, alcanzó lo que parecía una salida, una cortina roja que colgaba del techo.
La apartó con prisa y salió a una amplia sala circular. En el centro había una pequeña pista de circo, iluminada por un único foco que oscilaba de un lado a otro. Sentado en el centro de la pista había un payaso, pero no era como los que había visto antes. Este tenía la cara pálida, con grandes círculos negros en lugar de ojos y una sonrisa pintada de rojo sangre que se extendía de oreja a oreja.
—Bienvenido, Tomás —dijo el payaso con una voz gutural que no podía pertenecer a un humano.
Tomás retrocedió, horrorizado. No entendía cómo ese payaso sabía su nombre. Miró alrededor, buscando una salida, pero la única puerta visible estaba cerrada con cadenas oxidadas. El payaso se levantó lentamente, su cuerpo crujía como si sus huesos estuvieran rotos.
—¿Te gustan los juegos, Tomás? —preguntó mientras avanzaba hacia él.
Tomás intentó correr, pero sus pies no respondieron. Era como si el suelo estuviera pegajoso, atrapándolo en su lugar. El payaso se acercó más, su respiración pesada y fétida inundaba el aire.
—¿Dónde está Clara? —logró gritar Tomás, sintiendo que el terror le cortaba la voz.
El payaso inclinó la cabeza y rió, una risa que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez.
—Ella está... jugando —respondió, señalando hacia la oscuridad detrás de él.
De repente, las luces se apagaron, y Tomás quedó envuelto en una oscuridad completa. El sonido de la risa del payaso resonaba a su alrededor, y luego sintió que algo rozaba su hombro. Gritó y trató de moverse, pero sus pies seguían atrapados. La luz volvió a encenderse, y esta vez, Tomás estaba rodeado de payasos. Todos tenían la misma cara pálida, los mismos ojos negros y vacíos, y sonrisas ensangrentadas.
Uno de ellos, el más alto, se inclinó hacia él. De su boca empezó a salir un líquido negro y espeso, que goteaba en el suelo con un sonido que recordó a Tomás el tic-tac de un reloj. Desesperado, Tomás cerró los ojos, esperando que todo fuera una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.
Pero la risa seguía.
Sintió manos frías como el hielo agarrarlo, y el aire comenzó a llenarse de un olor acre, a podrido. Entonces, escuchó la voz de Clara. Abrió los ojos y la vio, pero no era la Clara que conocía. Su cara estaba pintada como la de un payaso, con un maquillaje corrido que dejaba ver sus ojos vacíos y su sonrisa torcida.
—¿No es divertido, Tomás? —preguntó Clara, su voz era un susurro helado.
Tomás trató de liberarse, pero los payasos lo sujetaron con fuerza, arrastrándolo hacia la pista de circo. La risa crecía en volumen, rebotando en las paredes, convirtiéndose en un estruendo ensordecedor. Sintió que el suelo bajo sus pies se abría, y fue arrastrado hacia un abismo oscuro.
Despertó en el suelo, cubierto de sudor frío. El parque estaba vacío, en completo silencio. El sol se estaba poniendo, y el cielo se teñía de un naranja rojizo. Tomás se levantó, tambaleándose, y miró a su alrededor. No había rastro de los payasos, de Clara, ni de la atracción. Todo parecía... normal.
Corrió hacia la entrada del parque, donde sus padres lo esperaban con caras de preocupación.
—¿Dónde está Clara? —fue lo primero que preguntaron al verlo.
Tomás se congeló. No sabía qué responder. Miró hacia atrás, hacia el parque que ahora estaba cubierto por una neblina espesa, y sintió que algo lo observaba desde las sombras. Tragó saliva y negó con la cabeza, incapaz de decir la verdad.
Esa noche, Tomás no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía la cara de Clara transformada en esa horrible máscara de payaso. Su risa seguía resonando en sus oídos, como un eco lejano que nunca se desvanecía.
A la mañana siguiente, cuando sus padres llamaron a la policía para reportar la desaparición de Clara, Tomás sabía que nunca la encontrarían. Porque Clara no estaba perdida en el parque, ella era el parque ahora. Y, de alguna manera, sabía que un día, ese parque lo llamaría a él también.