Carlos había tenido un día extenuante en la oficina. La carga de trabajo y las preocupaciones familiares pesaban sobre sus hombros mientras salía del edificio. Se dirigió al aparcamiento, donde su coche lo esperaba bajo la lluvia torrencial. Subió al vehículo, encendió el motor y emprendió el viaje de regreso a casa por la carretera de las Costas del Garraf.
La noche era oscura y lluviosa, el tipo de clima que hacía que la carretera serpenteante fuera aún más peligrosa. El frío empañaba el parabrisas y el cansancio empujaba sus párpados hacia abajo, pero Carlos sabía que debía mantenerse alerta.
Las gotas de lluvia golpeaban violentamente los cristales de su coche, dificultando la visibilidad. Carlos redujo la velocidad, agudizando sus sentidos. De repente, los faros del vehículo iluminaron la figura de una chica empapada por la lluvia, inmóvil a un lado de la carretera.
Sin pensarlo dos veces, Carlos frenó en seco y bajó la ventana. La invitó a subir, y ella aceptó de inmediato. Mientras se sentaba en el lugar del copiloto, Carlos se fijó en su vestimenta: un vestido blanco de algodón, arrugado y manchado de barro. Su pelo enmarañado indicaba que llevaba un buen rato esperando bajo la lluvia.
Reanudaron el viaje y empezaron una conversación. Carlos intentó averiguar cómo había llegado la chica hasta allí, pero ella esquivaba sus preguntas. La conversación era distendida, pero había algo en su voz y en su mirada que le resultaba inquietante.
Finalmente, la chica le pidió que redujera la velocidad hasta casi detener el vehículo. “Es una curva muy cerrada”, le advirtió con una voz fría y cortante. Carlos siguió su consejo, y cuando vio lo peligrosa que era la curva, sintió un escalofrío. Le dio las gracias, aliviado por haber evitado un accidente.
“Gracias por avisarme,” dijo Carlos, tratando de ocultar el temblor en su voz. Ella lo miró fijamente y respondió: “No me lo agradezcas, es mi misión. En esa curva me maté yo hace más de 25 años. Era una noche como esta.”
El corazón de Carlos se detuvo por un instante. Un escalofrío recorrió su espalda y erizó su piel. Giró la vista hacia el asiento del copiloto, pero la chica ya no estaba. El asiento, sin embargo, seguía húmedo. Carlos frenó de golpe, su mente en un torbellino de miedo y confusión.
Carlos llegó a casa temblando. Apenas podía hablar mientras le contaba a su esposa lo que había ocurrido. Ella, preocupada, intentó calmarlo, pero la historia era demasiado aterradora para ignorarla. Decidieron investigar y descubrieron que, efectivamente, una joven había muerto en esa curva hace 25 años, en una noche de lluvia intensa.
La historia se convirtió en una leyenda local, y Carlos nunca olvidó la mirada fría de la chica ni la sensación del asiento húmedo. Cada vez que pasaba por esa curva, reducía la velocidad, esperando que la chica no tuviera que cumplir su misión nuevamente.
Desde entonces, los viajeros por la carretera de las Costas del Garraf cuentan historias de interferencias en la radio y visiones de una figura femenina al borde de la carretera en noches de lluvia. Algunos dicen que pueden escuchar un susurro que les advierte de la peligrosa curva, mientras otros aseguran haber visto el reflejo de una joven en sus retrovisores, solo para desaparecer en un parpadeo.