Desde el momento en que se mudó al antiguo palacete de sus ancestros, Clara sintió que algo andaba mal. Al principio, lo atribuyó a su imaginación, pero pronto quedó claro que no era solo eso. Era un susurro incesante, un murmullo perpetuo que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez. Aquel sonido se colaba a través de las piedras de los muros, recorría los pasillos oscuros y se perdía en los jardines abandonados.
El susurro era como un aliento gélido que serpenteaba por el aire. No lograba entender lo que decía, aunque pasara largas horas en completo silencio, tratando de descifrarlo. Las palabras se asemejaban a un silbido inquietante, un ronroneo espectral.
Al principio, intentó ignorarlo, pero el susurro se volvió cada vez más insistente, más omnipresente. Era imposible no prestarle atención. Sus visitas no oían nada, y la miraban con incredulidad y preocupación cuando mencionaba el sonido. Estaba sola con el susurro, un sonido que no la dejaba ni por la mañana, ni por la tarde, ni en el profundo silencio de la noche.
Finalmente, Clara decidió seguir el susurro para descubrir su origen. Noche tras noche, recorría los interminables pasillos del palacete, llevando una vela para iluminar su camino. Se detenía en cada rincón, presionando la oreja contra las paredes frías, tratando de determinar de dónde provenía aquel sonido infernal.
Una noche, sus pasos la llevaron a un largo pasillo lleno de cuadros antiguos. El susurro se hizo más fuerte, rodeándola como un abrazo helado. Clara avanzó lentamente, con la vela temblando en su mano. La luz parpadeante reveló un retrato de una mujer con una mirada severa, casi viva.
Mientras inspeccionaba el cuadro, no se dio cuenta de que los ojos del retrato detrás de ella comenzaban a moverse. De repente, sintió un tirón violento en su cabello que la hizo gritar de terror. Fue arrastrada hacia atrás por una fuerza invisible.
Clara cayó al suelo, y al girar la cabeza, vio con horror cómo la mujer del retrato ahora la miraba con ansia desmedida, sus pupilas dilatadas y llenas de malevolencia. La figura en el lienzo parecía viva, desesperada por escapar de su prisión de pintura.
El susurro se convirtió en un grito desgarrador que resonó en los pasillos del palacete, mientras Clara era arrastrada hacia el cuadro. Sus uñas rasparon el suelo de madera en un intento inútil de resistirse. La última visión que tuvo fue la sonrisa malévola de la mujer del retrato antes de ser consumida por la oscuridad.
El palacete quedó en silencio, el susurro finalmente cesó. Solo el viento frío que atravesaba los muros vacíos parecía recordar la tragedia de Clara, una advertencia para aquellos que se atrevieran a ignorar los susurros del pasado.