Diego era un niño inocente y crédulo, lo que lo convertía en el blanco perfecto para las bromas crueles de sus compañeros de clase. Cualquier historia de miedo que le contaban, se la creía sin dudar. Sus compañeros, liderados por Mario, el chico más popular y temido del colegio, se aprovechaban de su ingenuidad.
La llegada de la excursión de fin de curso fue la oportunidad perfecta para llevar a cabo la broma definitiva. Habían planeado llevar a Diego a una casa abandonada en la profundidad del bosque, lejos de la seguridad del campamento.
La casa estaba oculta entre los árboles más oscuros del bosque, un edificio en ruinas que parecía sacado de una pesadilla. La madera podrida crujía bajo sus pies y las ventanas rotas parecían ojos vacíos que observaban desde la oscuridad. Las paredes estaban cubiertas de moho y enredaderas, y un aire frío y húmedo llenaba cada rincón.
Los chicos se reían nerviosamente mientras entraban, pero Diego estaba aterrorizado. Sabía que algo no estaba bien en ese lugar.
Sofía, una de las chicas del grupo, sacó una ouija de su mochila. La idea era asustar a Diego aún más. Colocaron la tabla en el suelo polvoriento y comenzaron la sesión de espiritismo. Las risas y burlas llenaban la sala mientras hacían preguntas a los espíritus imaginarios.
De repente, el puntero de la ouija comenzó a moverse solo. Los chicos dejaron de reír y miraron con incredulidad. Una fuerza invisible parecía controlar la tabla. Las respuestas que aparecían eran incoherentes y aterradoras. "SAL DE AQUÍ", "NO ESTÁS SOLO", "MORIRÁN TODOS".
El miedo se apoderó del grupo. Intentaron salir de la casa, pero las puertas no se abrían y las ventanas parecían selladas. Una a una, las luces de sus linternas comenzaron a apagarse. Gritos de terror resonaban en los oscuros pasillos mientras, uno a uno, los chicos iban desapareciendo sin dejar rastro.
Diego, paralizado por el miedo, no podía moverse ni gritar. El último sonido que escuchó antes de perder el conocimiento fue el eco de los gritos de sus compañeros.
Al día siguiente, Diego fue encontrado sucio y desorientado en el campamento. No recordaba cómo había llegado allí, solo la sensación de un terror abrumador. No había rastro de los otros chicos. La policía inició una búsqueda, pero no encontraron nada.
La leyenda de la casa abandonada se extendió rápidamente por la zona. Los habitantes locales comenzaron a contar historias sobre los gritos que se escuchaban en el bosque durante la noche y sobre las almas de los niños desaparecidos que aún vagaban por allí.
Diego nunca volvió a ser el mismo. Los recuerdos de aquella noche lo atormentaban, y aunque trató de seguir adelante, el eco del bosque y los gritos de sus compañeros perdidos siempre lo perseguirían.