Las viejas del pueblo siempre advertían que cuando la luna se mostraba amarilla, no había que salir de casa. Las ventanas debían cerrarse y las cortinas correrse, pues seres malignos salían para bañarse con la luz enfermiza del satélite y para alimentarse de almas o de carne humana.
Para un chico de ciudad como Andrés, esos cuentos de ancianas no tenían credibilidad alguna. Era verano, hacía mucho calor y no pensaba asarse por culpa de las locas creencias de su abuela. La luna estaba amarilla, sí, como un queso enorme y redondo, y su luz brindaba a las calles del pueblo un aspecto fantasmagórico. Andrés, decidido a aprovechar la vista inusual, sacó su móvil y tomó una foto de la luna, pensando en la cantidad de 'likes' que una imagen tan espectacular le reportaría en Instagram.
Tecleando el pie de imagen mientras regresaba a la cama, no se percató de que algo más que los tejados de las casas aparecían en la fotografía hasta que ésta no se cargó por completo. Cuando miró la imagen en detalle, notó, horrorizado, una figura borrosa en la ventana. Miró asustado la ventana de su habitación, pero no había nadie. Sin embargo, no recordaba haber cerrado la ventana. ¿La había cerrado?
Intentaba recordar cuando un crujido del armario frente a su cama lo sobresaltó. Se sentó en la cama, con el corazón acelerado. El crujido se repitió, más fuerte esta vez, y una sensación de pavor lo invadió. En un momento dado, alzó la cabeza y su piel palideció de golpe: delante del armario una figura negra de forma indefinida aguardaba. Un débil brillo iluminaba dos esferas negras como canicas relucientes, pupilas dilatadas que se clavaban en él.
Andrés sintió un miedo paralizante, y una voz en su interior le susurró que quizás, si perdía el alma, no le dolería demasiado. Sin embargo, el sonido de un relamido, el olor a hierro y un largo punzón en la mano de la figura le revelaron algo aún más aterrador: su abuela, ahora perfectamente reconocible al adaptarse su vista a la oscuridad, lo observaba con una expresión hambrienta y predadora.
Su abuela avanzó lentamente hacia él, y con cada paso, Andrés podía ver más claramente el largo punzón que sostenía en su mano, listo para perforar su carne. Una sonrisa maligna se dibujó en el rostro de la anciana mientras lamía sus labios, manchados de sangre seca.
“Te dije que no creyeras en cuentos de viejas, pero tal vez deberías haberme escuchado esta vez”, susurró la abuela con una voz que parecía salir de las profundidades de un pozo oscuro.
Andrés intentó moverse, pero sus músculos no respondían. La mirada fija de su abuela lo tenía inmovilizado, y la certeza de su destino lo llenaba de desesperación. Sintió un pinchazo agudo en el brazo y el frío abrazo de la muerte comenzaba a apoderarse de él mientras la figura de su abuela se volvía cada vez más difusa.
Si no había creído en las historias de viejas, nadie creería en cuentos de brujas. Y con ese último pensamiento, Andrés se hundió en la oscuridad, convirtiéndose en otra víctima de la luna amarilla y de la insaciable sed de sangre de su abuela.