En un pequeño pueblo, la historia de una mina de esmeraldas ha aterrorizado a sus habitantes durante generaciones. Nadie se atrevía a acercarse a la mina, pues se decía que una bruja habitaba en su interior. Amanda, una joven escéptica, creía que todo esto eran supersticiones y decidió inspeccionar la mina para demostrar a todos que estaban equivocados.
Amanda, decidida a desmentir la leyenda, se aventuró sola hacia la mina. Al dar el primer paso dentro, quedó asombrada al ver que la caverna estaba cubierta de esmeraldas. Piedras preciosas yacían en el suelo, esperando ser recogidas. Sin pensarlo, comenzó a recolectar algunas esmeraldas. De repente, una tétrica risa resonó en la caverna. La risa la obligó, como si estuviera hipnotizada, a adentrarse más y más en la mina.
Los amigos de Amanda, preocupados por su larga ausencia, comenzaron a llamarla a gritos, pero no obtuvieron respuesta. Mientras tanto, Amanda, como un zombi sin alma, se adentraba más en la caverna. De repente, la bruja apareció frente a ella.
– ¿Por qué entraste a hurtar mis cosas? – preguntó con una voz fría y penetrante.
– Yo no he tomado nada que no sea mío – replicó Amanda, tratando de mantener la calma.
– Por supuesto que sí, en esa mochila llevas varias de mis esmeraldas. Ahora pagarás por tu osadía – dijo la bruja, levantando una de sus huesudas manos y lanzando un conjuro.
La piel y la carne de Amanda comenzaron a carcomerse lentamente, mientras horribles alaridos brotaban de su boca. Sus huesos se transformaron en esmeraldas, cumpliendo así el cruel destino impuesto por la bruja.
La desaparición de Amanda se convirtió en una nueva adición a la leyenda de la mina. Nadie volvió a acercarse a ese lugar maldito, y la historia de la bruja y las esmeraldas siguió aterrorizando al pueblo. Aquellos que se atrevieron a escuchar el eco de la mina, juraban que podían oír los gritos de Amanda, una advertencia eterna para los curiosos e incrédulos.