Había una vez un niño llamado Tomás que tenía un juguete muy especial para él: una caja de sorpresas. Desde muy pequeño, Tomás desarrolló un vínculo profundo con este juguete. La caja, con su colorido exterior y su capacidad para sorprender, era su compañera inseparable. Pero, como todos los niños, Tomás creció y con el tiempo tuvo más y más juguetes. La caja de sorpresas quedó olvidada y acumulando polvo en un rincón de la habitación.
Años después, la familia de Tomás tuvo que hacer espacio para el nuevo hermanito. La caja de sorpresas, ya rota y vieja, fue tirada a la basura sin miramientos. Durante una noche de tormenta eléctrica, algo siniestro ocurrió. Un rayo cayó cerca de la basura donde estaba la caja, activando un poder oscuro que dormía en su interior. La caja cobró vida, y unas espeluznantes sierras mecánicas emergieron de su cuerpo. Con un rencor profundo por haber sido abandonada, la caja se dirigió hacia la casa de Tomás con sed de venganza.
La caja de sorpresas, ahora con vida propia y llena de ira, entró en la casa de Tomás. Poseyó todos los juguetes que encontraba a su paso, transformándolos en criaturas malignas. El terror se apoderó de la casa mientras los juguetes cobraban vida de manera espeluznante, dispuestos a cumplir la venganza de la caja.
La caja de sorpresas no se conformó solo con la casa de Tomás. Su venganza se extendió por todo el pueblo. Noche tras noche, los juguetes poseídos raptaban a los niños de sus camas, llevando el caos y la desesperación a todas las familias. El pueblo, una vez lleno de risas infantiles, quedó desierto y silencioso, con juguetes malditos ocupando cada rincón.
Con el tiempo, el pueblo se quedó sin niños y sin juguetes. La leyenda de la caja de sorpresas vengativa se convirtió en una historia de terror que los pocos adultos sobrevivientes contaban en susurros. Nadie se atrevía a buscar los juguetes desaparecidos, pues sabían que la caja seguía allí, esperando en las sombras.