Isabel abrió los ojos lentamente, sintiendo una pesadez abrumadora en su cuerpo. Intentó moverse, pero nada respondía. Su mente estaba despierta, pero el resto de su cuerpo parecía estar encerrado en una prisión invisible. Los sonidos comenzaron a llegar a ella, primero distantes, luego más claros. Podía oír los llantos de sus familiares a su alrededor, sus voces llenas de dolor y desesperación.
"¿Dónde estoy?", pensó Isabel. Los recuerdos comenzaron a regresar en fragmentos confusos: un accidente, la sirena de una ambulancia, el techo blanco del hospital.
Isabel escuchó a los médicos hablar en tono solemne. "No hay actividad cerebral. Muerte clínica," dijo uno de ellos. La realidad golpeó a Isabel con fuerza. Su cerebro había dejado de mandar señales, pero ella podía oír y sentir todo. Estaba atrapada en su propio cuerpo, incapaz de comunicarse.
Quería gritar, decirles que estaba allí, que aún estaba viva de alguna manera, pero su cuerpo no respondía. Sintió las manos de sus familiares acariciando su rostro, sus lágrimas cayendo sobre ella, pero no podía hacer nada para consolarlos.
Isabel era donante de órganos. Recordó haber firmado los papeles años atrás, pensando que si alguna vez se encontraba en esa situación, al menos su muerte podría salvar otras vidas. No podía imaginar el horror que estaba a punto de experimentar.
Los médicos hablaron sobre los procedimientos de extracción y se prepararon para trasladarla a la sala de operaciones. Isabel sintió el movimiento cuando la llevaron en la camilla, cada sonido amplificado en su estado de impotencia.
La sala de extracción estaba fría y estéril. Isabel podía escuchar a los médicos y enfermeras preparándose. Querían asegurarse de que cada órgano fuera extraído con cuidado y preservado adecuadamente.
El dolor comenzó como una punzada profunda cuando el primer bisturí cortó su piel. Isabel no podía gritar, no podía moverse, pero sentía cada corte, cada tirón de los órganos siendo removidos de su cuerpo. El horror del procedimiento era inimaginable. Podía sentir cómo le arrancaban los riñones, luego el hígado, y finalmente los pulmones.
Cada segundo era una eternidad de sufrimiento. Isabel quería que todo terminara, pero no podía hacer nada más que soportar el tormento en silencio.
Finalmente, los médicos llegaron al corazón. Isabel podía sentir su latido, un recordatorio doloroso de su conciencia atrapada. Cuando los médicos comenzaron a trabajar en su pecho, algo inesperado sucedió.
"¡Espera! ¡El corazón sigue latiendo!" exclamó uno de los médicos, aterrorizado. El equipo se detuvo en seco. El shock y el horror se apoderaron de la sala. Nunca habían visto algo así antes. Isabel, aún consciente, sintió una mezcla de alivio y terror. Su secreto había sido descubierto, pero ¿a qué costo?
Los médicos intentaron salvar a Isabel, pero el daño ya estaba hecho. La sala de operaciones se llenó de una frenética actividad, pero Isabel sintió que su tiempo se acababa. El dolor, la desesperación, la impotencia... todo comenzó a desvanecerse lentamente.
Isabel cerró los ojos una última vez, aceptando finalmente el silencio eterno. Su cuerpo se rindió, pero su historia quedó grabada en las mentes de aquellos presentes, un recordatorio espeluznante de los horrores ocultos detrás de la muerte clínica.